Noviazgo Cristiano en un mundo super-sexualizado
R. P. Thomas G. Morrow, S.T.D.
Vista previa del introducción y segundo capítulo
Introducción
El noviazgo: la búsqueda de una profunda amistad como preparación de un posible matrimonio
Para una pareja estadounidense, el clásico guión consiste en «salir» seriamente dos o tres veces por semana o más, acostarse juntos después de la tercera cita y contraer matrimonio al cabo de aproximadamente año y medio. La consecuencia es un 50% de divorcios, a menos que vivan juntos antes del matrimonio, en cuyo caso las posibilidades de divorcio llegan al 74%. Y esto, sin mencionar la elevada cifra de enfermedades venéreas (según los Centros de Prevención y Control de la Enfermedad, 65 millones de personas en USA padecen una enfermedad incurable de transmisión sexual), así como el maltrato a la mujer antes y durante el matrimonio.
Si quedas satisfecho con lo anterior, no creo que te guste este libro. Pero si crees que las cosas han ido mal durante los últimos cuarenta años, que el panorama de las «salidas» resulta un poco raro, y que necesitamos iniciar un nuevo sistema de noviazgo, este libro puede ser exactamente el que estás buscando.
Si crees que puedes encontrar algún remedio para la penosa situación que te hemos descrito, léelo pensando en Jesucristo y en su Iglesia. Sin embargo, he de advertirte que todo lo que encontrarás en él es un poco radical, tan radical como el Evangelio mismo. Es un libro destinado a los que quieren hacer las cosas como las haría Cristo, lo que es algo realmente radical (y siempre lo ha sido). No obstante, estoy seguro de que si llevas a cabo lo que está escrito aquí, serás feliz en esta vida y en la otra.
¿Un cura hablando del noviazgo?
Salíamos juntos durante casi un año, en realidad desde que nos conocimos. Tenía el pelo negro azulado, oscuros ojos irlandeses y era alegre y piadosa, de una personalidad chispeante. Llamémosla Judy McIntyre. Hablábamos con frecuencia de la posibilidad de casarnos, así que lo que le dije aquel día debió sorprenderla.
«Judy -le dije-, no tiene sentido que continuemos nuestra relación».
«¿Por qué?» -respondió decepcionada.
«Porque voy a ser sacerdote».
Así, a la edad de seis años, terminó mi primer gran romance. Estaba seguro de que Dios me llamaba al sacerdocio. Judy y yo estábamos en primaria, en la Escuela de San Gabriel de Riverdale, New York, y, mirando hacia atrás, creo que éramos bastante precoces.
Mantuve este propósito a lo largo de los nueve años siguientes, optando por estudiar latín en los dos primeros años de escuela secundaria, con objeto de prepararme para el sacerdocio. Entonces, descubrí las chicas. Jugueteé con la idea de casarme y convertirme en sacerdote de rito oriental pero, por fin, abandoné definitivamente el sacerdocio.
Así, aunque en secundaria y en el instituto salía con chicas de vez en cuando, en segundo empecé a hacerlo con mayor frecuencia, con la perspectiva del matrimonio en el fondo de la mente. Tuve mi primer gran amor en el colegio (o el segundo, con el debido respeto a Judy). Se trataba de una californiana rubia, con una personalidad deliciosa, y católica, aunque sólo marginalmente. Después de salir juntos durante varios meses, se enamoró de otro estudiante con el que terminó casándose.
Luego apareció Sally en Los Ángeles, donde yo había ido a trabajar como ingeniero después de la universidad. Otra rubia, que contaba con el atractivo añadido de ser una católica practicante. Las cosas iban a las mil maravillas hasta que, unos meses después, prefirió a un amigo por correspondencia que había regresado de su destino en el ejército y que la conquistó plenamente.
Por último, está Mary, de Belmont, Massachussets, a la que conocí cuando trabajaba en las afueras de Boston. Procedía de una encantadora y piadosa familia católica y también ella lo era. Contestó a mi proposición con un «probablemente» que me llenó de grandes esperanzas, porque mi madre había respondido así a mi padre cuando le preguntó lo mismo. Sin embargo, el «probablemente» de Mary no era tan seguro como el de mi madre. Muy a mi pesar, se casó finalmente con un novio anterior.
Desde los 18 años hasta los 33 procuré vivir castamente, y aunque salía con católicas, me citaba frecuentemente con no-católicas con la insensata esperanza de resolver nuestras diferencias religiosas antes del matrimonio. En aquella época, me entristecía el hecho de que hubiera en la Iglesia muy pocos grupos donde conocer a una católica alegre y buena. Me propuse aprovechar la primera oportunidad para ayudar a los católicos solteros a vivir castamente y a conocer a otros con el mismo ideal.
A los 31 años empecé a rezar fervorosamente por mi vocación. En lugar de rezar un rosario diario, como hacía desde los 14 años, empecé a rezar dos. Continuaba preguntándome lo que el Señor deseaba hacer con mi vida, dispuesto a todo. A los 33 años, justamente un año después de cortar con Mary, sentí una fuerte llamada al sacerdocio. Todos mis planes de matrimonio se desvanecieron y me invadió una felicidad enorme.
En 1977 entré en el Seminario de San Carlos, de Filadelfia, y en 1982 fui ordenado para la Archidiócesis de Washington. En mis destinos en distintas parroquias me convertí en el capellán de grupos de jóvenes, pero mi esfuerzo resultaba inútil. En 1991 me trasladé a la catedral de San Mateo y allí me encontré con un grupo parecido de jóvenes: un grupo reducido y callado.
Una tarde, estudiando posibles iniciativas, les propuse un taller sobre «relaciones cristianas en un mundo super-sexualizado». Yo había observado que muchos jóvenes venían a rezar y a confesar en la Misa del domingo y también a diario. Era probable que, con un buen programa, el proyecto interesara a un buen grupo de gente joven. Los ocho que me escuchaban respondieron con gran entusiasmo.
Preparamos entre todos un programa basado en la Sagrada Escritura, la Declaración de la Ética Sexual de la Iglesia del año 1975, Los Cuatro amores, de C.S. Lewis y Amor y Responsabilidad de Juan Pablo II. Hicimos algunos folletos en cuya portada aparecía una pareja de aspecto feliz y los llevamos a todas las parroquias que se nos ocurrieron. El programa se desarrollaría durante tres viernes consecutivos, inmediatamente después del trabajo, y con pizza en el intermedio.
Continuamos el otoño siguiente con una charla mensual sobre la fe, y repetimos las reuniones en un local más grande que atrajo la participación de 115 personas por semana. Mantuvimos el mismo seminario durante años, con un rendimiento parecido.
Aquellos jóvenes estaban encantados de que alguien les hablara de castidad y deseaban conocer a otros con ideas similares. Mencioné la posibilidad de crear grupos de solteros de un solo sexo. Les comenté que, cuando era un joven bachiller en Los Ángeles, fui invitado a una cita a ciegas en un baile de «solteronas». Aquellas mujeres, que eran todo menos solteronas, habían organizado su propio grupo para crear un estilo personal de vida social.
Nadie mostró entusiasmo ante esta última sugerencia. Sin embargo, varios meses después mencioné la idea a dos mujeres jóvenes que acudieron solicitando dirección espiritual, y decidieron poner en práctica esta iniciativa pocas semanas después. Yo abordaba a toda joven piadosa que veía en Misa o en las charlas mensuales, invitándola a unirse a nuestro grupo. Con el tiempo, se celebró el primer encuentro al que asistieron unas diez jóvenes. Nos reuníamos mensualmente para rezar el rosario, charlar y discutir sobre temas religiosos.
Tres años después, los jóvenes crearon la contrapartida, con la callada esperanza de mezclarse socialmente de vez en cuando con el grupo de mujeres.
Dos de ellas se mostraban preocupadas por mi insistencia en incluir el tema de la castidad como parte del programa. Estaban seguras de que no funcionaría, pues veían difícil encontrar hombres que se interesaran por la cuestión.
Un año después me recordaban esta conversación, riéndose de su propio escepticismo. Había funcionado. De hecho, si no hubiéramos hablado de castidad el proyecto habría fracasado. Más tarde, una de ellas me dijo: «Padre, yo siempre he querido vivir así, pero no sabía cómo. Esta es la época más feliz de mi vida».
Pero vuelvo a la pregunta inicial: ¿Qué hace un cura hablando
de castidad?
En primer lugar, tengo una cierta experiencia personal. Por otra parte, muchos me han pedido que escriba sobre unos seminarios que dirigí en Washington. En tercer lugar, al haber trabajado estrechamente con jóvenes desde 1992, tengo la certeza de que un noviazgo cristiano es posible. Me entusiasma ver a tantos católicos maravillosos -muchos han llegado a ser amigos queridos- que han triunfado viviendo su fe y casándose bien. Por fin, decidí escribir mis conclusiones, con el fin de ayudar a jóvenes católicos a sobrevivir alegremente en medio de la revolución postsexual.
Aquí las tienes.
Capitulo II
Entender el amor [1]
En mi último año de Teología en el seminario, asistí a una clase llamada «Seminario inter-seminario», donde participaban otros estudiantes de seminarios cercanos. Se trataba de estudiar los diferentes puntos de vista teológicos sobre nuestra fe. Nunca olvidaré el día en que correspondía hablar sobre el amor, y un seminarista afirmó que no había posibilidad de que Dios nos mandara amar [2], pues el amor es un sentimiento y no se puede programar: tiene que llegar. En su atrevimiento negaba la validez de la Sagrada Escritura y comitia un grave error ante los dos grandes mandamientos de Jesús, confundiendo amor y sentimiento. El amor del que habla Jesús es un amor deseado, no el amor que se siente. Afortunadamente, tenía muy reciente la lectura de Los cuatro amores, de C. S. Lewis.
Entonces descubrí la confusión que en este sentido existe entre los anglo-parlantes. Detecté la misma confusión el día en que, charlando con una feligresa, me dijo que ya no amaba a su marido. Le pregunté si le preocupaba el bien de su marido y me respondió que así era.
«Entonces, le amas -le dije-. Ese es el amor que prometiste el día de tu boda, no un sentimiento romántico. Decírselo es el primer modo de manifestarlo».
«Llevo mucho tiempo sin decirle que le quiero», admitió ella.
«Bien, ¿y no crees que deberías hacerlo? Después de todo, prometiste amarle durante toda vuestra vida».
«No sé si seré capaz de hacerlo ahora», contestó.
Era patente que él la había hecho sufrir durante mucho tiempo. Antes de decirle aquello, ella aguardaba la llegada de ese sentimiento de amor. Es curioso el hecho de que las parejas vuelven a amarse solo cuando se lo dicen, y entonces las cosas funcionan de nuevo.
Con objeto de comprender el noviazgo cristiano, tratemos de eliminar la indefinición con la que el idioma inglés se refiere a los significados de la palabra amor. En griego hay cuatro palabras distintas para referirse a él:
- ágape se suele traducir por «amor divino» porque expresa el amor sacrificial de Dios por la humanidad;
- philia, por amistad, llamada algunas veces «amor fraterno»;
- storge se traduce por afecto, y suele llamarse amor familiar;
- eros, la cuarta, por amor sensual.
Como he mencionado anteriormente, C.S. Lewis escribió una explicación clásica de estas cuatro dinámicas de amor, alguna de las cuales emplearé como punto de partida.
«Agape» (Amor Divino)
El amor que un hombre y una mujer se prometen mutuamente el día de su boda es un amor divino, al que los griegos llamaban agape. Es el más importante de los cuatro, pues es la condición para la salvación: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente...» (Lc 10, 27). La palabra griega emplea da aquí es agapao, derivada de agape. Por tratarse de un mandamiento, ha de ser un acto voluntario, no un sentimiento. Podríamos definirlo como la entrega incondicional de uno mismo por el bien de la persona amada.
Si amas de este modo, entregarás tu tiempo, tu dinero, tu trabajo, todo lo que tienes, por aquel que amas. Pero no lo entregues indiscriminadamente: entrégalo solo por el bien de la persona amada. Entregarse para complacer al otro no siempre es amor divino, ya que lo que agrada no es necesariamente lo que es bueno.
El padre que dice «no» al hijo que le pide un Mercedes al cumplir los dieciséis años, le está demostrando su amor. La joven que dice «no» a su novio, cuando le pide una relación deshonesta, le está demostrando su amor. Los padres que se niegan a alojar al hijo traficante de droga le están demostrando «amor recio». Dios nos demuestra «amor recio» cuando nos desviamos de su camino y parece que nuestra vida se desmorona.
Aquí no hay lugar para condiciones: «si te portas bien», «si continúas complaciéndome», «si no engordas». Los padres han de amar a sus hijos de modo incondicional, siempre dispuestos a luchar por su bien, tanto si les gusta como si no.
No gustamos mucho a Dios cuando pecamos, pero siempre nos aceptará cuando volvamos, porque es un Dios de amor. Su interés por nuestro bien no admite condiciones, y confía en que le amemos del mismo modo.
Agape se expresa generalmente de un modo silencioso y duradero, sin mucho espectáculo. Cincuenta años lavando la ropa de la familia; cuarenta años atendiendo a los enfermos o a los moribundos; décadas de pequeños sacrificios por el esposo y por los hijos; una vida entera entregada a la oración y a enseñar a los hijos. Un amor así es menos apasionante, incluso el más aburrido de los amores, pero a la larga, el más profundo y gratificante.
Es lo mismo que regar un árbol; le echas agua y lo cuidas día tras día, semana tras semana, año tras año, y aparentemente no percibes su crecimiento. Un día, después de muchos años, el árbol florece y, por fin, da fruto. Sólo entonces, tras lo que parecía un esfuerzo inacabable, te das cuenta de que valía la pena. De hecho, este amor es lo único que puede realizarnos como personas. «El hombre -escribe Juan Pablo II en Redemptor hominis, 10- no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente».
Esta es la clase de amor agape de la esposa/o profundamente decepcionada, pero que supera esa situación intentando que reine la paz y se salve la relación. Podemos comprobarlo en los matrimonies que llevan casados más de veinticinco años. Juntos han pasado por los roces típicos de toda relación humana, entre pruebas y dificultades. Y ahora, como su amor era incondicional y capaz de mantenerse en pie cuando dejó de ser divertido, tienen algo especial. Ese matrimonio goza de cierta paz, de un resplandor especial: es el agape.
Una mujer me pidió que visitara a su marido, moribundo. Él la había abandonado años antes para irse con una mujer más joven. Más tarde le sobrevino un cáncer y su joven compañera se desentendió. Entonces, su esposa lo recogió y lo cuidó hasta su muerte: había comprendido el poder del amor de agape.
Aunque agape es un movimiento hacia fuera, una donación de uno mismo, los que aman de este modo suelen recibirlo también, de manera inesperada [3]. Por tanto, aunque la mayoría de las veces agape implica dar y también recibir, el deseo del cristiano insiste
más en lo primero.
La expresión más profunda de este amor divino es «dar cuando duele». «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Cristo predicó este amor y vivió y murió con él. Con su ayuda, también nosotros podemos vivir y morir con él.
Amor conyugal o amor de elección (una especie de «agape»)
La forma verbal agapao, suele usarse ocasionalmente en el Nuevo Testamento para referirse a una elección. Cristo dijo, «nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión a uno y amará al otro, o bien se allegará a uno y despreciará al otro» (Mt 6, 24). Es decir, deberá elegir entre uno y otro. Así que hay un amor que podría llamarse «amor de elección» o «agape de elección». Este es el amor que debemos a Dios, porque Él nos hizo elegirle sobre cualquier otro dios que pudiéramos fabricar. Nuestro amor a Dios debería tener cuatro características:
- perennidad, debe ser un compromiso eterno;
- exclusividad, no amaremos a otra persona como amamos a Dios, es decir, con todo nuestro corazón, alma y mente;
- publicidad, deberemos dar testimonio de este amor a los demás;
- fecundidad, deberá dar fruto por nuestra participación de la vida de Dios, la vida de la gracia.
Aunque este amor de elección es único, otro amor lo refleja como un espejo: el amor conyugal, que goza de las cuatro características. Perennidad, debe ser una entrega para toda la vida; exclusividad, cada uno tiene un solo cónyuge; publicidad, las parejas deben casarse en público y dar a conocer su compromiso viviéndolo en público; y fecundidad, en el sentido de que se ordena a engendrar nuevas vidas [4]. De este modo, el amor conyugal en el matrimonio simboliza ante el mundo el amor -esponsal- entre una persona y Dios [5].
Mientras el agape conyugal o de elección puede expresarse en cualquiera de los modos en que lo hace agape, hay un modo particular para ello: la comunión de los cuerpos. Con el Señor, esto implica la recepción de la Eucaristía. En el caso de los esposos, implica las relaciones conyugales.
La Eucaristía es, por supuesto, la coronación del compromiso de amar a Dios sobre todas las cosas, y una fuente de gracia para mantener ese compromiso. Christopher West plantea una analogía similar en Good News about Sex and Marriage: «¿Dónde nos hacemos una sola carne con Cristo? Esencialmente en la Eucaristía. La Eucaristía es la consumación sacramental del matrimonio entre Cristo y la Iglesia. Y cuando recibimos el cuerpo del esposo celestial en nuestro interior, concebimos, lo mismo que una esposa, una vida nueva en nosotros: la auténtica vida de Dios».
La intimidad sexual es el signo físico, sagrado, del agape conyugal del matrimonio. Y como tal, comparte las mismas cuatro características:
1. Perennidad: el acto sexual pide a gritos un mañana. Independientemente del acuerdo previo al que se haya llegado, si no existe un compromiso entre la pareja -el compromiso matrimonial-, más tarde sólo será un triste sentimiento.
2. Exclusividad: nadie realmente enamorado se encontraría cómodo compartiendo su compañero o compañera de sexo.
3. Publicidad: aunque el acto conyugal no tiene lugar en public (gracias a Dios), el marido y la esposa no ocultan el hecho de que duermen juntos.
4. Fecundidad: el acto, por su propia naturaleza, está ordenado a aceptar la procreación de una nueva vida. Los hijos son el fruto del amor conyugal y dan testimonio de ese amor por toda la eternidad.
¿Por qué hay tanto placer en el sexo? ¿Cuál es su finalidad? La razón más obvia del placer sexual es la de estimular la propagación de la raza humana. Sin embargo, esta no puede ser la única razón, ya que el acto sexual y el placer que lo acompaña son buenos y lícitos también durante las épocas en que la procreación es imposible (tras la menopausia, durante los períodos infértiles o en el caso de esterilidad, por ejemplo).
Por tanto, yo añadiría que el placer sexual se entiende también como un estímulo para la entrega y conservación del amor conyugal. El Concilio Vaticano II enseñó que «este amor [conyugal] se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello, los actos con que los esposos se unen íntima y castamente son honestos y dignos, y ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud» [6].
La intimidad conyugal, pues, simboliza y favorece la amorosa y continua entrega conyugal del marido y la mujer.
La unión sexual es una culminación y una fuente. Es una culminación del compromiso de la amorosa entrega conyugal, y una fuente de aliento para mantener esa entrega.
«Philia» (Amistad)
Como señala C. S. Lewis, la amistad (philia) es esencialmente una relación basada en la participación en un interés común. Si dos personas comparten la misma fe, las mismas ideas políticas, el mismo gusto por la música, las diversiones, los deportes o las aficiones intelectuales, seguramente disfrutarán pasando el tiempo juntas. Lewis indica acertadamente que mientras eros es cara a cara, la amistad es «uno al lado del otro». Es preferible compartirla con más de una persona porque, de nuevo explica Lewis, hay un aspecto de Doug que sólo sacan a la luz John o Don. Y Doug descubre algo en Don que John no detecta. La philia puede ser cultivada, o puede surgir sencillamente. Además, puede darse entre personas de cualquier edad y sexo.
La clave de una amistad duradera es la moderación. Una flor se aplasta si se la agarra con demasiada fuerza, y se marchita si se la abandona durante demasiado tiempo. Debemos conservar a nuestros amigos, pero no ahogarlos.
Algunas amistades se desvanecen porque las personas cambian y siguen caminos diferentes. En este caso no hay que lamentarse, sino recordarles con simpatía y gratitud. Pero cuando una Amistad aumenta y madura como el buen vino, debe ser atesorada.
Generalmente, los amigos contribuyen a la relación en la misma medida. Sin embargo, hay ocasiones en que uno u otro pueden ser incapaces de dar lo mismo. En este caso el agape, ese amor de donación que es el soporte de todos los amores, debe hacerse cargo. Un amigo está ahí para su amigo/a en caso de necesidad. Durante ese tiempo, esa persona no puede recibir de la amistad más que la convicción de que la relación era algo más que un trato de negocios. De este modo se convierte en una imagen de nuestra amistad con Dios.
San Agustín mantiene que la amistad es el más elevado de los amores humanos (agape es divino). Por cierto, ¿cuál de los amores humanos debe ser el más importante en el matrimonio? Compartir la misma fe, la misma educación, los mismos valores, las mismas diversiones, los mismos gustos... son cosas sobre las cuales se edifican los buenos matrimonios, y sin ellas pueden fallar. Que él reciba clases de baile porque a ella le gusta bailar, que ella se informe sobre el fútbol porque a él le gusta ese juego, son modos de construir una amistad por el bien de la donación amorosa del matrimonio.
Esto no significa que la gente casada no pueda hacer cosas por separado, sin su esposo/a, pero, para reforzar sus lazos de amistad, debe haber muchas que realicen juntos.
La amistad se manifiesta en la participación en los sentimientos del otro, en las alegrías del triunfo y, si la amistad es profunda, en el dolor que producen los fracasos. Esto supone riesgo e incluso heridas, pero el hecho de encontrar una verdadera amistad lo merece.
En una pareja casada, la amistad ha de ser profunda, capaz de compartir sus pensamientos más íntimos, los sentimientos, esperanzas y temores. Compartir todo eso exige mucha confianza, y no suele alcanzarse en la tercera cita. Pero cuando la familiaridad y la confianza empiezan a crecer, la pareja desea compartir esos profundos sentimientos, y descubrir lo que tienen en común.
Cuando se habla de cosas íntimas, ambos deben interesarse por las palabras del otro. Cuando viertes tu corazón en alguien y te responde, «¿dónde iremos a cenar mañana?», ya sabes que existe un problema. Cada uno debe respetar y querer apoyar al otro. Cuando aparece el temor al rechazo, las palabras no fluyen. Como indica Neil Warren Clark, cuando se comparten las cosas, existe una atención esmerada y una auténtica franqueza. Los que reflexionan a través de la oración, los que se encuentran cómodos en medio del silencio y no necesitan tener continuamente conectadas la radio o la televisión, los que leen -también libros de espiritualidad- suelen estar mejor preparados para la intimidad que los que no lo hacen. Esta es una razón más para que la religión sea tan importante en un futuro cónyuge. La religión, es decir, la práctica de la religión, ayuda a preparar a las personas para esa intimidad.
La participación en la intimidad se facilita cuando ambos se encuentran solos en un marco adecuado -un restaurante tranquilo o un largo paseo por la playa-. Algunas temporadas de crisis o de sensación de vacío se prestan a menudo para una conversación íntima. Las parejas que han compartido sus fallos y sus luchas alcanzarán una relación más íntima que las que no lo han hecho. Un hombre y una mujer deben tener una amistad íntima antes de planear su matrimonio.
Entre las cosas más importantes que comparte una pareja casada se encuentra la educación de los hijos, y puede favorecer la amistad entre los cónyuges; los hijos no deben ser considerados como un obstáculo en el amor de sus padres, sino como un fortalecimiento. Por este motivo, las parejas no deben retrasar el nacimiento de los hijos con el fin de «darse tiempo y conocerse mutuamente», pues suele significar «tiempo para disfrutar uno del otro sin obstáculos». Los hijos impulsan a los padres a ese agape de donación, que es la fuente de toda felicidad, y también a la amistad, el mayor de los amores humanos. El amor que, sin una razón importante, intenta excluir a otros aunque sea por poco tiempo, fortalece el egoísmo.
Algunos de los mejores matrimonios comienzan en la amistad, no en el noviazgo. De hecho, son muchos los jóvenes que, como afirma Joshua Harris en Boy Meets Girl, optan por mantener una amistad con alguien que les gusta. Luego, si prospera la amistad, se plantea el noviazgo. Es un gran medio para evitar la tremenda presión que las salidas nocturnas ejercen sobre las parejas. Las salidas actuales son más una preparación para el divorcio que para el matrimonio [7].
¡Qué maravillosa es la amistad! «El amigo fiel es seguro refugio, el que lo encuentra, ha encontrado un tesoro (...). El amigo fiel es remedio de vida, los que temen al Señor lo encontrarán» (Si 6, 14-16).
«Storge» (Afecto)
El afecto se llama a veces amor familiar porque surge generalmente entre los miembros de la familia, pero también es de mayor importancia durante el noviazgo. Es el cariño tierno y delicado por alguien.
El afecto se manifiesta de muchos modos: un abrazo; un suave beso en los labios, en la mejilla o en la frente; una sonrisa cariñosa; un ligero toque en el brazo, en la mano o en el cabello. Parece que el afecto sano, desinteresado y casto ha causado baja en nuestro mundo super-sexualizado. Muchos han perdido el arte del cariño.
Todos tenemos necesidad de afecto: una mirada cariñosa, un roce. Este cariño se encuentra entre padre e hijo, entre una mujer y su marido, entre una muchacha y su mejor amiga. En el lugar adecuado, en el momento oportuno, un gesto afectuoso es un modo hermoso de comunicar el amor, a veces el único.
Hace unos años, Ann Landers llevó a cabo una encuesta entre sus lectoras casadas, preguntándoles si preferían ser acariciadas a tener relaciones sexuales. En torno al 70% prefirió las caricias. No creo que se debiera a que no les gustaban dichas relaciones, sino a que hacía mucho tiempo que nadie las abrazaba.
Muchas mujeres casadas suelen decir que todo lo que quieren los maridos es tener relaciones sexuales. Cuando les pregunto si practicaron el sexo antes del matrimonio, la inevitable respuesta es «sí». Esa es la raíz del problema. Son parejas que nunca han desarrollado la costumbre de compartir el cariño juntas. Cuando un hombre se ha acostado con su mujer antes del matrimonio, suele considerar los besos y las caricias como una mera introducción al acto sexual. Esas mujeres deben hacer comprender a sus maridos la importancia del cariño. Los maridos y las mujeres han de ser capaces de acariciarse, de abrazarse, de besar y ser besados sin que sea el preludio de un acto sexual. El cariño es un lenguaje importante del amor, un lenguaje que debe aprenderse bien durante el noviazgo.
A menudo, cuando se habla de castidad en un contexto religioso, el trato afectuoso apenas se menciona. A causa de ello la gente joven está confundida, con toda la razón, sobre lo que es aceptable y lo que no. Solemos hablar sobre lo que no debes hacer, sin plantear positivamente lo que debes hacer.
Un joven de unos 30 años vino a verme después de uno de nuestros seminarios sobre «Las salidas cristianas en un mundo super-sexualizado », y me preguntó, «bien, ¿cómo debería entonces despedirme de mi novia?».
Le respondí: «Pues bien, podrías ponerle la mano en el rostro, acercarte muy despacio a ella y besarla suavemente. Una vez. Dos. Entonces, le das un gran abrazo, lento, presionando tu mejilla contra la suya y sintiendo el calor como un modo de proclamar tus cálidos sentimientos hacia ella. Luego, quizá puedes decir algo como, «eres tan valiosa para mí...». Luego le das las buenas noches y la besas una vez más, lentamente, cariñosamente como si temieras romperla si no tienes cuidado».
«No está mal, padre».
«Ha pasado el tiempo, pero tengo buena memoria».
¿Hay un cariño más romántico que el de un beso de despedida? En absoluto. Si una pareja ha salido durante algún tiempo, él, cuando llega a recogerla, debería darle un abrazo y un beso breve pero tierno en la mejilla. Debería besarle la mano de vez en cuando. Cuando pasean, debería tocarle la cara o la mano en algún momento. En ocasiones debería pasarle el brazo por encima del hombro, o acariciarle el pelo. Los abrazos lentos, cariñosos, son actos que simbolizan poderosamente la unión.
La joven debería ser capaz de mostrarle también su cariño, especialmente si le ha dado motivos para que confíe en su amor por ella. Podría apoyar la cabeza en el hombro de él mientras ven una película, o podría tocarle suavemente la mano o besarle cariñosamente en la mejilla. Otra posibilidad sería tomarle la mano y ponerla alrededor de su cintura, inclinándose ligeramente hacia él cuando pasean juntos.
Este debería ser el límite de las expresiones físicas de amor en el noviazgo. Imagínate lo sano que sería, espiritual y psicológicamente, si esta fuera una norma admitida para expresar el cariño.
Recuerda, compartir el afecto actuando lentamente suele ser el modo de dar, respetar y servir a la persona amada. El hecho de hacerlo con más rapidez o de acariciar con mayor intensidad suele ser indicio de búsqueda, de complacencia y de servir al yo.
Libertad en la moderación
Pues bien, para algunos esto supone un gran paso atrás. Pero es el único camino realmente sano. Muchas personas que lo han emprendido están satisfechas. El problema radica en que en nuestro mundo occidental adoptamos una actitud hedonista hacia el placer: «si me resulta agradable debo atracarme de eso». Actualmente, cuando algo es placentero, tendemos a poseerlo hasta saciarnos. Si nos gusta el esquí, nos convertimos en esquiadores compulsivos. Si nos gusta el tenis, en adictos al tenis. Si disfrutamos besando, acabamos durmiendo juntos.
Ese no es el camino cristiano. El planteamiento cristiano del placer consiste en disfrutarlo durante un momento y luego olvidarlo, gozar de algo sin aferrarse a ello. Dicho de otro modo, no desear cosa ni persona fuera de Dios hasta el punto de no poder ser feliz sin ella. Por eso, San Francisco de Asís veía a Santa Clara solamente una vez al año: disfrutaba tanto con su amistad que no quería que su felicidad dependiera de ella.
Es una bendición disfrutar de los pequeños placeres de la vida, viendo en ellos un atisbo del gozo del cielo, sin ser esclavo de ellos, incluso en pequeña medida. Es decir, el auténtico cristiano puede satisfacerse con pequeños placeres en la comida, en la bebida o en el beso de despedida, sin insistir en recibir más.
Nuestra plenitud [8], no se alcanza en este mundo sino en el futuro.
En cualquier punto donde pongas el umbral de tu satisfacción -un abrazo, un beso cálido y casto, una relación sexual- quedarás igualmente insatisfecho. ¿Por qué? Porque nuestros deseos son infinitos y tratamos de colmarlos con cosas finitas que nunca llegarán a satisfacernos. Cuanto más cedamos a nuestros apetitos, como pueden ser las comidas exóticas, los licores o el sexo, más peaje nos exigirán. Si ponemos el umbral de nuestros placeres en un nivel lícito, estaremos tan satisfechos psicológicamente como si lo ponemos en un nivel hedonista. Sin embargo, situarlos en un nivel lícito nos capacita para estar desprendidos del placer, y nos libera para entregarnos al amor desinteresado (agape), sin vivir esclavizados por nuestras pasiones y sin usar a los demás para satisfacerlas.
Mujeres, decid a los hombres lo que os gusta y lo que no. Si son inteligentes, responderán. Pedir lo que te gusta no es manipular; es enseñar al hombre cómo ha de tratarte. Solamente sería manipulación si trataras de que hiciera algo que no desea hacer. ¿Y si no quiere tratarte como tú deseas? ¡Dile adiós!
Muchas parejas no alcanzan la intimidad durante el noviazgo. Están demasiado ocupadas besándose y abrazándose (entre otras cosas) cuando tendrían que estar hablando de los profundos sentimientos de sus corazones.
¿Retrasar los besos hasta el matrimonio?
¿Qué decir de unas personas como Joshua Harris [9], que decidió no besar hasta estar casado? ¿O de Elisabeth Elliot [10] y Steve Wood [11], cuyo primer beso llegó con sus respectivos compromisos? ¿Son estas actitudes el mejor camino?
Puedo comprender el motivo de semejante reacción, ya que muchas cosas buenas, como el cariño, se han sexualizado y explotado. Pero creo que su actitud es exagerada. Es necesario rehabilitar el afecto y colocarlo en su lugar, purificado de connotaciones sexuales. El cariño puro y noble es algo maravilloso. Cuando una pareja pospone los besos, incluso los más inocentes, hasta el matrimonio o el compromiso, puede estar aceptando implícitamente que las muestras de afecto no son más que una forma moderada de explotación sexual. No lo son. Son una maravillosa expresión de amor y satisfacen una necesidad humana.
¿Qué pasa con las expresiones de cariño en público? Aconsejo que sean muy pocas y sólo en los lugares oportunos: pasear de la mano, besos breves de saludo o de despedida, un abrazo en el aeropuerto, tomar su mano durante una cena. Pero las caricias insistentes y los besos repetidos reclaman intimidad, vida privada. Comportarse educadamente tiene como objeto, en primer lugar, lograr que los demás se sientan cómodos. A todo el mundo le resulta realmente incómodo ver que un hombre y una mujer son incapaces de apartar sus manos el uno del otro.
El cariño, como escribió Karol Wojtyla (Juan Pablo II) en Amor y Responsabilidad no tiene como objeto el disfrute, «sino la sensación de cercanía» [12]. Compartir el cariño, «tiene el poder de librar al amor de los distintos peligros implícitos en el egoísmo de los sentidos...». «El afecto es un importante factor del amor, pero exige un profundo control personal».
En ocasiones, una persona descubre que su novio/novia está poco preparado para el cariño; tiene dificultades para abrazar o acariciar. Algunas veces, esta reticencia se debe al temor al acercamiento sexual, como consecuencia de nuestra cultura impregnada de sexo. O quizá podría deberse a que él/ella proviene de una familia donde las manifestaciones externas de afecto eran escasas. En ambos casos, yo recomendaría tratar este tema con delicadeza y diplomacia, y promover el hábito de compartir un cariño casto. Esto puede aprenderse, pero poco a poco, sin presión externa.
Otra causa de la timidez ante el cariño puede ser el bloqueo psicológico producido por una mala experiencia anterior. En este caso, por su propio bien y el de la futura familia, debería recibir el asesoramiento de un especialista, a ser posible cristiano, para llegar a la raíz del problema.
No cabe duda de que el ambiente cultural influye en las modas del cariño. En general, los latinos, filipinos y algunos europeos orientales se sienten cómodos besando y abrazando a la familia y a los amigos. Esto no significa que los de otros lugares se satisfagan con un afecto mínimo. Muchos estudios afirman que las demostraciones físicas de cariño son una terapia para todo el mundo, con independencia de la nacionalidad.
Respecto al cariño con los hijos, Gary Smalley afirma en su libro The Blessing que, «una caricia elocuente puede evitar que un niño satisfaga esta necesidad en los lugares equivocados». El mismo Jesús hizo que los niños se acercaran a Él, «y abrazándolos, los bendecía imponiendo las manos sobre ellos» (Mc 10, 16). Juan Pablo II llega a afirmar que los niños tienen un «derecho especial al cariño». Smalley defiende también que una caricia elocuente produce beneficios psicológicos, disminuye la presión sanguínea y puede añadir dos años a la vida del marido.
Muchos padres dejan de abrazar o de besar a sus hijas cuando llegan a la adolescencia. Quizá se debe a que, como las hijas van siendo ya mujeres, piensan que no conviene prodigarles muestras de cariño. Se equivocan: el que un padre dé a su hija un buen abrazo, un abrazo casto, lo dice todo de él. Los psicólogos que han estudiado las tristes consecuencias de esas omisiones coinciden en aconsejarlo encarecidamente.
El afecto es una gran ayuda para el bienestar mental y un aspecto importante del noviazgo.
«Eros» (Enamoramiento)
El cuarto de los cuatro amores es el enamoramiento, o eros. Significa estar muy contento con alguien o algo, gustarle mucho. A veces empleamos «gustar» para describir nuestros sentimientos sobre un ordenador nuevo, un coche o una casa. «¡Me gusta!». En realidad, lo que significa es que nos gusta, pero no lo suficiente como para hacernos decir «¡Me gusta muchísimo!». En inglés, «love» -I love it- ha llegado a ser el superlativo de «like» -I like it-.
En el noviazgo, el enamoramiento significa encaprichamiento, una atracción emocional por otro, que parece incontrolable, pero que no lo es. El Papa Juan Pablo II lo subrayaba en sus charlas sobre la teología del cuerpo: «según Platón, eros representa la fuerza interior que atrae al hombre hacia todo bien, verdad, y belleza...» [13]. Así, en nuestro contexto, significa un profundo deseo por el bien, la verdad y la belleza del otro. Este es el sentimiento más fuerte de atracción, poco menos que una experiencia mística: es estar «enamorado».
Eros no es un mero deseo sexual como Freud enseñó equivocadamente, aunque la atracción sexual representa una parte. Es primordialmente personal. Uno desea poseer el conjunto de la persona, no solamente su cuerpo: en este sentido es mucho más poderoso que la atracción sexual.
¿Cuál es el propósito de este amor? Lo más probable es que esté concebido como un catalizador del matrimonio, que ayuda a las parejas a vencer las dudas ante el compromiso de un matrimonio para toda la vida.
De hecho, probablemente es el primer aliciente para el matrimonio, aunque como demuestran una y otra vez los enamorados de Hollywood, no es el primer ingrediente para el éxito de un matrimonio. Recuerdo haber oído decir a una actriz, de unos sesenta años, hablando en televisión sobre su cuarta boda: «este es auténtico amor. Los otros no lo fueron. Este matrimonio durará porque nuestro amor es real». A los pocos años, el matrimonio había tocado fondo.
C. S. Lewis insiste en un punto que deberíamos recordar: si haces un dios del eros, este se convertirá en un demonio y te destruirá. Eros es una cosa maravillosa, estupenda, pero es finita; no es Dios. Imita a Dios en la medida en que está muy por encima de otros placeres de la tierra: parece ser un dios, pero no lo es. Solamente Dios es infinito, eterno. Eros no.
Si sabes lo finito que es ese amor que imita a la divinidad, y comprendes que no necesitas entregarte a él por mucho que se empeñe, te evitarás gran cantidad de desgracias. Por otra parte, cuando entiendes su sentido y lo compartes con tu cónyuge, es muy dulce.
En toda relación, el enamoramiento se debilita invariablemente por dos razones. Primera, crece con el misterio, y el misterio se desvanece con la familiaridad. Segunda, como amor humano, es limitado y necesita ser alimentado y sustentado por el amor divino. Si no está divinizado, morirá como mueren todas las cosas meramente humanas.
¿Cómo lo mantiene uno vivo -aunque no como en el día de la boda- en el matrimonio? En primer lugar, creciendo y aumentando uno mismo en gracia y sabiduría, es decir, preservando cierto misterio en la relación. Segundo, poniendo en práctica el amor divino (agape). De este modo, el enamoramiento, bueno en sí mismo, puede mantenerse vivo y la relación conserva cierto aliciente.
El enamoramiento puede expresarse con las palabras «estoy enamorado de ti» o con los hechos. Pero, ¿con qué hechos? ¿Hechos apasionados para sentimientos apasionados? Aplicando este razonamiento a otros sentimientos exigiría hechos coléricos para sentimientos coléricos (arrojando, quizá, una silla o dos, o rompiendo unas pocas ventanas), o hechos de celos para sentimientos celosos (quizá un puñetazo en la boca). Naturalmente, los sentimientos deben expresarse, pero de un modo constructivo y razonable.
Los hechos apasionados y su consecuencia natural, la relación sexual, son algo mucho más profundo que un sentimiento. Simbolizan entrega, exclusividad, una donación total, un amor tan rico que desea dar a luz una nueva vida con la que compartir ese amor.
La manifestación física más honesta del enamoramiento es el cariño romántico. El modo de acariciarse, de abrazarse, de besarse, expresa una pura gratitud y un deleite en la felicidad del otro, que me ha dado semejante felicidad. Este es el modo cristiano de expresar el eros, despojado del egoísmo que mata el amor, y divinizado por el amor divino. Y esta expresión del eros, por estar divinizada, hará que perdure.
En la Eucaristía encontramos la promesa del cumplimiento del impulso natural del enamoramiento: consumir al amado. Al recibir la Eucaristía consumimos a nuestro Dios como Él nos consume más y más dentro de su vida de la gracia, como signo del amor consumado que nos espera en su Reino. El enamoramiento, pues, es un signo del fuego incontenible con el que todo nuestro ser arderá ante la mera visión de Dios.
Por cierto, la palabra eros no aparece en el Nuevo Testamento, pero sí en el Cantar de los Cantares, del Antiguo Testamento. Es la historia del amor apasionado entre Dios y su pueblo:
Prendiste mi corazón, hermana, esposa,
prendiste mi corazón en una de tus miradas
en una de las perlas de tu collar.
¡Qué encantadores son tus amores, hermana mía, esposa!
¡Qué deliciosos son tus amores, más que el vino!
Y el aroma de tus perfumes es mejor que el de todos los bálsamos.
Miel virgen destilan tus labios, esposa,
miel y leche hay bajo tu lengua;
Y el perfume de tus vestidos
es como aroma de incienso.
Eres jardín cercado, hermana mía, esposa;
eres jardín cercado, fuente sellada.
Tu plantel es un vergel de granados
de frutales los más exquisitos. (Cant 4, 9-12)
Como solía decir Fulton J. Sheen, «los hombres prometen lo que sólo Dios puede dar. Y toda mujer promete lo que sólo Dios puede dar». Solamente cuando una persona comprende esto, podrá disfrutar del eros sin convertirse en su esclavo.
Y, además, todos podemos concebir en el corazón un amor apasionado por Dios aquí en la tierra. Aunque es una idea ajena a la mayoría de los cristianos, San Agustín la expresaba así: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! El caso es que tú estabas dentro de mí y yo fuera. Por fuera te andaba buscando y, como un engendro de fealdad, me abalanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me tenían prisionero lejos de ti aquellas cosas que si no existieran en ti, serían algo inexistente. Me llamaste, me gritaste, y desfondaste mi sordera. Relampagueaste, resplandeciste, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tus perfumes, respiré hondo, y suspiro por ti. Te he paladeado, y me muero de hambre y sed. Me has tocado, y ardo en deseos de tu paz».
Resumen
Cada uno de los cuatro tipos de amor tiene su propio lugar en nuestras vidas. Los cuatro son buenos en el lugar adecuado. Solamente agape es divino y vivifica a todos los demás. Los tres amores humanos se marchitan y mueren en el egoísmo si no están animados por el amor divino. Si por la gracia, agape se convierte en el tema dominante de tu vida, ocurrirán dos cosas. En primer lugar, empezarás a amar como Dios ama, algo que te encantará. En segundo lugar, serás capaz de unirte con Dios y con los demás en el amor. Ningún placer de la tierra puede superar esas buenas relaciones. Ninguna otra cosa nos proporcionará esa felicidad imperecedera, en el noviazgo, en el matrimonio, o en el cielo.
1. Este capítulo es una adaptación de un artículo del autor publicado en Fidelity en abril de 1984, titulado «A Basis for Positive Sex Education». Parte de él apareció en su columna mensual «Loves lines» de New Covenant Magazine entre julio de 2001 y enero de 2002.
2. En Marcos 12, 19-31, el Señor nos da los dos grandes mandamientos del amor: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente; y amar al prójimo como a nosotros mismos.
3. Si amar de este modo no implica la respuesta por parte de la persona amada, Dios, sin embargo, nos promete una recompensa.
4. En Humanae Vitae, el Papa Juan Pablo II habla de determinadas características del amor conyugal: humano, pleno, fiel, exclusivo hasta la muerte, y fecundo. Yo añado público, pues parece indicado en este estudio.
5. Como está descrito en Isaías 62, 4-6.
6. Gaudium et Spes, 49.
7. Ver Connie Marshner, «Contemporary Dating as Serial Monogamy», «Homiletic and Pastoral Review» Octubre 1998, p. 18.
8. En el cielo, como Dios Padre explicaba a santa Catalina, «el alma siempre me desea [Dios] y me ama, y no me desea en vano: si tiene hambre queda satisfecha y estando satisfecha siente hambre, pero el cansancio de la saciedad y el sufrimiento del hambre están lejos de ella» (Diálogo de Santa Catalina de Siena).
9. Joshua Harris, Boy Meets Girl, Sisters, Oregon: Multnomah Pu blishers, 2000. Es un libro alentador de cierta belleza poética sobre el último noviazgo de Joshua en los años 90.
10. Elisabeth Elliot, Passion and Purity, Grand Raìds, MI: Fleming H. Revell, 1984. Para su razonamiento, ver capítulo VIII. El libro de Elliot es deliciosamente poético, un relato decididamente cristiano de su propio noviazgo. No obstante, en el tema de los besos, se muestra demasiado conservadora.
11. Steve Wood, The ABC of Choosing A Good Husband, Port Charlotte, FL: Family Life Center Publications, 2001. Aunque Steve y su futura esposa no se besaron hasta después de estar prometidos, Steve recomienda ahora esperar hasta el matrimonio. (Ha hecho un trabajo excelente promocionando Catholic Family Life. www.familylifecenter.net).
12. Karol Wojtyla (Papa Juan Pablo II), Amor y Responsabilidad. El traductor emplea la palabra ternura pero, de hecho, el claro significado del texto (y en polaco) es «afecto».
13. Juan Pablo II, Bienaventurados los limpios de corazón (Esto se opone a la connotación freudiana contemporánea, de que el amor es una mera atracción sexual).
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